dimarts, 1 de setembre del 2009

don't turn away



Para los amigos de siempre y los que escogieron otro camino. Para mi amiga Montse, aunque la tenga algo dejada, con especial cariño ;)



"Two friends, with such a love to give, I don't know where you are, what your going through
-now-
what are we trying to prove?" Thomas Dolby-Don't turn away.







Sólo faltaban unos días para el verano, y la noche, con una chaqueta fina, era de lo más agradable. Estábamos nosotros sentados en una terraza del centro del pueblo, con nuestras cervezas, con nuestro piti, tan tranquilitos, contando los últimos cotilleos, cuando las caras de mis amigos, sentados enfrente de mí, se tornaron sombrías. Las risas se apagaron, como si hubieran visto de repente un fantasma o una tía espectacular correteando por delante del Casino. Las dos cosas. Mi amiga Montse se revolvió nerviosa en el asiento y le metió un largo trago al vaso, mirándome. Albert, sentado enfrente, se incorporó y saludó con la cabeza a una presencia que empezaba a notar detrás de mi espalda. Me giré y allí estaba nuestro antiguo amigo David, con una chica en la mano, que nos miraba sin ninguna expresión. No se honró a darnos ningún beso a nadie, con lo que pensamos que su aparición sería un hola y adiós, a lo que nos hemos habituado con el tiempo. David sonreía triunfante, oculto en sus gafas Rayban en plena noche, seguro de su atuendo moderno y estilizado. La vacilante novia, dos pasos más atrás que él, nos inspeccionaba con curiosidad, como uno miraría una panda de hippies en un local de moda. Nadie se sentía cómodo, y menos mi amiga Montse, eterna enamorada del susodicho, que apenas levantaba los ojos de su vaso. Apenas podía ver la ideal pareja detrás de mí sin parecer descarada, así que volví a mi bocadillo grasiento de chistorra que mordía furtivamente, desgarrando el pan con ansia. Hubo un revuelo de sillas y de ofrecimientos protocolarios, y en un decir amén, me encontré con una espesa melena castaña a tocar de mi hombro, y con la sonrisa estirada de David en mi diagonal derecha. Podía notar el nerviosismo de Montse al otro lado, que cogía las patatas fritas con la mano abierta, y las devoraba sin piedad, no sin antes maltratarlas un poco entre sus dedos. A menudo le digo que hizo mal en dejar el tabaco.

David fascinaba a mis amigos con sus vulgares tretas de triunfador inseguro; sus historias sobre la noche de Barcelona y sus devaneos con grupos alternativos, la cocaína y las drogas de diseño acaparaba toda la atención de la mesa. Hablaba excesivamente alto, y restaba importancia a algunos de sus logros profesionales con la misma vehemencia con la que exhibía sus aventurillas. Su novia, mientras tanto, sonreía y acataba todo lo que él decía con una sonrisa devota, pero apenas hablaba. Tenía una voz aguda y un poco nasal, pero fácil de olvidar, ni siquiera destacaba por cómica. La compañía me estaba poniendo frenética, y como me suele suceder en estos casos, mis nervios eran proporcionalmente iguales a la calma y el desinterés que mostraba, concentrada en mi bocadillo y en una esporádica conversación alternativa con Montse, que atacaba el paquete de tabaco de Joan, demasiado alucinado como para darse cuenta del robo. En esos eternos cinco minutos, David me lanzó alguna mirada esperanzada de vez en cuando, que se topaba con mi nuca o mis cejas alzadas. Los lances visuales se encarnecieron y empezó a pellizcarme con algún comentario referido a mi profesión o a mis gustos, que camuflaba perfectamente en la conversación general para ignorancia del resto, que poco a poco fue abandonando su atención.
Montse mientras tanto se hundía cada vez más en la silla. Miraba a la susodicha, como la bautizamos más tarde, tan delgada y alta, con sus shorts tejanos y su blusa roja, todo ello rematado con un pequeño bolso de piel negra. Sabía lo que pensaba Montse: que la novia de David tenía un aire a aquellas cantantes con voz defecativa que tanto le gustan, esas chicas monas con vestiditos minis vaporosos, que escriben canciones livianas y aburridas, guitarra en mano, y que llenan escenarios alternativos con sus diarreas pretenciosamente naives, lo que intrínsecamente es una contradicción. Recordé en ese momento cuanto me había insistido Montse para ir a una de esas actuaciones y cuantas veces le dije que no, que ese rollo me hastiaba. Mi amiga es una tía guapísima, con su pelo rubio y sus ojazos verdes, muy inteligente y leída, pero tiene un gusto pésimo para la música. Fue por este flanco por donde atacó David. Sentí como se giraba y como desbordaba todo el tronco encima de su sorprendida novia, para arrojar su pregunta hacia mí, que excusó con una referencia general:
-¿Vais a ir al concierto de tal?-dijo como si tal cosa.
Con toda normalidad contesté por las dos, puesto que conocía su verdadera intención. Hizo algún comentario descafeinado y siguió con su sudada estrategia. La novia se encontraba atrapada entre él y la silla, casi inmóvil, atenta con sus enormes y vacios ojos, que se movían de Montse a mí con el desconcierto de una ternera que no sabe que acaba de entrar en el matadero.
-¿Y cómo te va el curro?
Lancé un suspiro.
-Muy bien, la verdad, ya sabes, de arriba abajo, a mi me apasiona, ya me conoces-y añadí esto último con toda maldad.
David se sintió obligado a dar una explicación de un comentario al que la florecilla de su novia no había ni reparado.
-Ésta y yo somos viejos amigos. Des de la infancia. Teníamos cinco o seis años y ya nos tirábamos piedras en el descampado. Nos disfrazábamos de piratas e íbamos a buscar un tesoro, nos inventábamos mil historias.
-Luego –dije retomando el discurso con una falsa empatía-él se venía a comer a casa y veíamos películas de Disney por la tarde.
Evitaba mirarle a él, y en la expresión de la chica podía ver su complacencia de que la amiga de su novio fuera tan atenta con ella. Pero David conocía el dardo, y cuando había mencionado el episodio de las tardes en mi casa su mirada se había oscurecido. Podía ver como discurría por su mente el estrecho y marginal edificio donde vivía de crío con sus padres, que le ignoraban y le dejaban suelto todo el día por el barrio a su suerte hasta que se hizo mi inseparable amigo.
Aquello era un reproche por su cambio, del chico sencillo de la puerta de enfrente a criatura cosmopolita e irritante. David miraba de reojo a todo el grupo de amigos. Admiraba y envidiaba por igual ese ambiente, esos chicos y chicas de familias del pequeño comercio del pueblo, funcionarios o de profesiones liberales, gente con apellido y relaciones, lo que se llamaba “de tota la vida”. Recuerdo cuando se los presenté la primera vez. Teníamos catorce años, y mientras nosotros caminábamos despreocupados por el centro del pueblo, David flotaba con su helado en la mano, mirando a todos lados, alucinado de ver todas las amistades que se paraban por la calle, conocidos de los diferentes barrios, de los equipos de deporte donde jugaban mis amigos, de los grupos de baile y de pintura. Este último detalle le marcó. David pintaba muy bien, aunque era autodidacta. Todavía tengo colgado en mi habitación un cuadro suyo de un paisaje: la silueta de la ciudad cortada por el campo y Montserrat al fondo. Es precioso y tiene unos colores increíbles “de atardecer solitario” como él dijo. Ésa fue de las pocas pinturas que logró completar. Obsesivo con las cosas que le gustan, se precipitaba tan enérgicamente que la pasión le duraba muy poco.
A cada encontronazo de la noche, David retomaba una pequeña conversación con alguno de mis amigos, aunque de vez en cuando me retaba con sus enormes ojos azules. Estaba atento a la charla que tenía con su novia.
La chica cayó en la evidencia y oímos un vacilante murmullo nasal.
-¡Ah! Esta es tu amiga, la pelirroja, claro. ¿O sea que tú eres la famosa Sara?
Confiada por el gran descubrimiento, se arrancó a hablar conmigo, muy bajito, con su voz gangosa.
Le contestábamos con neutralidad, porque hasta a mí me parecía que me hubiera pasado al decir que su estimado novio y amor nunca nos había dicho una palabra de ella.
La despechada Montse ya se las había ingeniado para saber de Carla, que es como se llamaba, ya que tenía una amiga que había ido con la mona al bachillerato, de pago, por allí abajo en Sant Gervasi. Nuestra chica alternativa era toda una niña de papá, que hacía cuatro días escuchaba La Oreja de Van Gogh y Fito como el resto de sus mortales compañeros de clase antes de hacerse guay. Tenía tan terrible acento de Barcelona al hablar que nuestro catalán, muy estándar, parecía del mismo Vic.
Nos miraba con una cierta indulgencia, a aquel grupo de raros vestidos con pantalones cortos y mallas, camisetas y con espardenyas de vetas después de venir de ensayar tremenda fricada pueblerina para una fiesta mayor sectaria. Era fácil adivinar su opinión callada, que no era otra que la de David, que un día, ya mayor de edad, descubrió Barcelona y se volvió loco. La manía le llegó tarde: cuando él iba nosotros ya hacía tiempo que habíamos vuelto de allí y sabíamos que lo bueno si es breve, dos veces bueno.
David perdía la paciencia a cada frase mía. Abría exageradamente las fosas nasales y el pecho se le hinchaba como el de un gallo apunto para la pelea. Nadie le había preguntado qué hacía en el pueblo, cuando ni siquiera vivía ya allí, sino en el Raval, con un primo suyo mucho más mayor, que era un porrero de pro.
Ajeno a la batalla dialéctica, Albert se atrevió con la cuestión, que David contestó en una ráfaga, como si fueran las tablas de multiplicar.
-Estoy aquí porque he vuelto al pueblo. Mi primo se ha mudado a Can Fatjó y me he venido con él para que no esté solo.
Me mordí la lengua pero se me escapó un chasquido.
-Muy bien, el Dani te quiere mucho, estará contento de tener un primo tan bueno como tú.
Hasta yo me asusté del tono sarcástico de mis palabras, así que añadí algo para intentar, al menos, retrasar la tormenta.
-No todo el mundo dejaría Barcelona para venirse aquí, no es lo mismo claro, y tú estás acostumbrado a todo aquello y tienes allí el curro…
David puntualizó.
-Trabajo en l’Hospitalet, Sara.
Puse los ojos en blanco.
-Sí, pero tienes allí a tu novia-dije mirándola toda amorosa- no sé, es una decisión muy dura.
David suavizó el tema con un par de formalidades y una cursilada de novela romántica barata que remató con un cándido beso a su novia.
De reojo, vi a Montse cogerse otro cigarro. A veces la despreciaba, tan débil, tan poco maliciosa, tan manejable que no se daba cuenta de que David no estaba enamorado de esa chica, aunque no tenía ninguna duda de que la quería y mucho. Pero no estaba enamorado. Yo le había aguantado todos sus romances anteriores y conocía la cara de gilipollas que solía poner. A los dieciséis años tenía una novieta que trabajaba en una peluquería en la otra punta del pueblo y la iba a buscar cada día andando, lloviera o granizara. No podía estar enamorado sin decirlo a los cuatro vientos, sin exhibirse con su pareja constantemente, sin follársela casi cada día. Pero a él le fascinaba este nuevo ambiente que representaba su novia. Lo exprimiría y devoraría hasta mimetizarse en él, y cuando lo hubiera conseguido, tiraría a un lado su presa en pos de una más grande. Nos encontrábamos como dos antiguos colegas de fechorías que ahora jugaban en bandos contrarios y que se vigilan silenciosos porque saben las estrategias del otro.
La chica me miraba con sus grandes ojos de vaca, alegre de haber congeniado con una amiga de su novio. Yo le devolvía la farsa, desplegando todas mis astucias para utilizarla de arma arrojadiza contra David. Carla hacía esfuerzos para recordar lo que le había dicho su novio de mí, y centraba la conversación en mis gustos para agradarme.
-Yo toco la guitarra, ¿tú tocas el piano, verdad?
-Sí, no demasiado bien, pero sí-y empezó a enumerar la lista de cantautoras pánfilas que le gustaban, como sacadas directamente de moñalandia.
-No los conozco-mentí. Soy un poco atrasada en esas cosas.
David lanzó de nuevo su pecho hacia delante.
-Para nada, lo que pasa que Sara es muy educada, pero detesta esos grupos, creen que son muy blandengues. She likes hard rock.
El acento de David me hizo reír muchísimo, porque recordé un día en que habíamos pillado una borrachera tremenda con una botella de anís y nos había dado por hablar en inglés. David se reía también y nadie entendía nada. Su novia falseó una sonrisa estupefacta.
David le pasó el brazo por los hombros y se empezó a burlar de ella.
-Mi pequeña Belinda Carlisle.
Eso fue la guinda del pastel, porque detestábamos a Belinda Carlisle y otro día, igualmente borrachos, habíamos estado cantando “Heaven is a Place On Earth” mientras correteábamos calle abajo de la mano, hasta que David se comió una pared. Ponía voz de falsete y se movía de manera exageradamente afeminada.
Me dolía la barriga de tanto reírme. David le contaba a su novia grandes patrañas, que éramos grandes fanes de la Carlisle, y que yo incluso había grabado una cinta con sus versiones.
Durante el resto de la noche, David, visiblemente entusiasmado, se dedicó a explicar nuestras historias, que caían como un jarro de agua fría sobre su novia, y que para Montse y para mí fue una gran rememoración de nuestros viejos tiempos. Los ojos de mi amiga brillaban con esperanza, al comprobar que David se acordaba a menudo de ella. Yo enseguida me uní a la loca verborrea de mi antiguo amigo, que se reía, gesticulaba y se llevaba las manos a la cabeza intentando recordar. Carla miraba a uno y otro lado de la mesa como si viera un partido de ping-pong, mientras nuestras manos y brazos se cogían enfrente de su cara parando un comentario del otro, añadiendo un detalle a la explicación o dándonos fuerzas para aguantar la risa. David incluso se levantó un par de veces para escenificar algunas situaciones o imitar a algún antiguo vecino nuestro. En unos segundos pasaba de ser el chico artificiosamente moderno a la señora Conchi con cojera incluida o la Sabri, la quillaca que vivía en el segundo primera de su edificio.
La novia empezó a impacientarse, y le recordó que ella al día siguiente tenía que madrugar. David le respondía que él también, y que todos nosotros currábamos al día siguiente, como si la menospreciara por seguir todavía en la universidad a sus veinticinco años. Para rematarlo, hizo especial referencia a mí, que me tenía incluso que poner un traje de chaqueta para ir a la oficina, en la otra punta, a Sabadell, porque tenía un trabajo muy importante, lo cual no era cierto. Mis amigos, algunos de los cuales empezaban a oler el asunto, la calmaban diciendo que un día era un día, y que se tomara otra cerveza, que la invitábamos. Albert, que siempre ha sido el descarado del grupo, la distraía diciéndole que se viniera a la fiesta mayor, que se lo iba a pasar muy bien. Ella declinaba con cara de asco; en cuanto acabara el curso se iba a su casa de Calella hasta agosto. Le iba a preguntar que el curso de cuál de las tres carreras que había empezado, pero pensé que mejor que la fiesta acabara en paz.
David cedió un poco, y anunció que se irían en seguida. Lo hizo unas cuatro veces, porque cada vez que se levantaba de la silla, se volvía a sentar, repentinamente alumbrado por algún comentario urgente, como el paradero de una antigua novia, o los amoríos de uno de nuestros amigos del barrio. Carla, que ya se había levantado, estaba de pie como un pasmarote, y miraba la silla, como si no supiera si sentarse o quedarse allí de brazos cruzados. Finalmente David se incorporó y nos fue a despedir a todos. A Montse le dio más besos que a nadie y la abrazó.
Cuando llegó a mí empezó a vacilar. Tenía los ojos muy abiertos y no pestañeaba. Me dijo algunas formalidades para despedirse, que se lo había pasado muy bien y que me llamaría. En su estilo, se arrojó sobre mí y me dio un enorme beso en la cabeza. Iba un poco bebido porque se tambaleaba ligeramente. De repente, su argumento de cambio de domicilio se derrumbaba. Y yo había sido tan tonta de creerme que se había mudado para estar con su primo.
-Ya estoy aquí. He vuelto. Nos veremos en la plaza, como antes.
Nuestro punto de encuentro ya no existía, hacía años que lo habían substituido por un bloque de pisos, pero era su manera de decir que nos había echado un poco de menos.