diumenge, 19 de juliol del 2009

hasta luego cocodrilo

Después de un mes de angustia académica y a unas pocas horas del cierre de mi expediente académico, el miércoles, cierto profesor tuvo a bien, por fin, ponerme su nota.

Evidentemente, esto no pasó sin que dicha parsimonia atizara aún más mi habitual cabreo (soy muy cascarrabias) al conocer que el examen final de la asignatura era de ESO, o sea, de chiste, y que yo, por prudencia había elegido el que pensaba que era el camino más seguro y fácil: el de escribir el megatrabajo. Como una gilipollas.

Ante la duda abismal de que al profesor no le gustara mi matada personal sobre el dramón Cumbres Borrascosas (hay trabajos que son malos para la salud. Éste me ha deprimido profundamente y me ha hecho aún más pesimista, sobretodo al complementarlo con la lectura de “El amor y Occidente”...una fiesta de alegría y felicidad...qué triste es la trascendencia humana) y me suspendiera, ya había redactado mentalmente las lindezas que le iba a escupir en caso de que en la tabla no hubiera puesto, como mínimo, ese ansiado cinco, y aún más después de la broma del examen final.

El trabajo, bueno, tampoco estaba mal si tenemos en cuenta que le dí los últimos retoques (a ver, el trabajo estaba acabado, pero me entró la obsesión perfeccionista y empecé a leerlo y releerlo y cambiar cosas...)la noche previa a la entrega, con el cerebro trasnochado después de la fiesta mayor y todo lo que ello comporta.

Aunque conseguí acabarlo (a las 9 de la mañana), el día F (final) todavía me exigía ir a la facultad arrastrando para poder entregar el trabajito. El conflicto estaba servido. Aunque para mí áquel era el día F o día PFM (postfiestamayor) o mi último día antes de tener que trabajar en la radio por la mañana durante todo el mes, para el resto del personal era el día G (día de la graduación).

Pero yo tenía la cabeza en otro sitio. Mientras media clase la metía bajo el secador de los rulos, yo la apoyaba sobre mi mano en el tren, la sorprendía al abalanzarse sobre el vidrio en el bus, y, finalmente, la hundía en la almohada. Mmmmmmmmmmmm

Después de cuatro o cinco días sin dormir, y de un mes disfrutando de la soledad de mi habitación, mis libros y mi música, la verdad, lo último que me apetecía era escuchar cuatro horas de cháchara, con lanzamiento de flores incluído entre el personal docente, hacer ver que veía un vestido y no un pastel de boda, o aguantar el egocentrismo paranoide de algunos compañeros que creen que el resto de la gente se ha conchabado para sacarse la carrera antes que ellos...en fin, menos mal que la nota de psicología es baja y entra mucha gente.

Mientras volvía de dejar el trabajo, entre cabezada y cabezada que daba en el tren, se me aparecía la siguiente visión kitsch: servidora con el vestido con el que se graduó su madre en 1982 (era una manera de protestar contra la tontería tan grande de cenas de graduación de 200 euros en las que participaba gente que seis meses antes había apoyado la ocupación y la facultad libremente gestionada pseudo anarquista anticapitalista y había gritado cosas como: “1, 2, 3, 4 vietnams” y “tot el poder als soviets”, perdón, quise decir, “assemblees”. En mi casa no se lo creían, sufrieron una regresión a la adolescencia). Y la niña en el vestido floreado dormía los efectos de la fiesta mayor en la butaca, medio mareada por la pretenciosa mezcla de perfumes baratos.

Aún así...¿Y el resto de la gente? No me gustaría que les sentara mal mi ausencia.

Al ver mi cama, vacía, toda sola, esperándome, lo ví bien claro y recordé lo que me suele decir mi madre: haz siempre lo que te dé la gana. En vez del vestido, me puse la bata y me dejé caer sobre las sábanas.

Antes de dormirme, pensé un momento en esos compañeros queridos. Otra razón por la que no ir eran ellos. ¡Qué manía tiene el mundo de institucionalizar los sentimientos de las personas! Cada vez que voy a una cosa de estas me angustio terriblemente. Siento que me arrinconan con sus vulgares tretas de musiquilla sensiblona, power points lacrimógenos y luz tenue. La presión de ser extrovertido es lo frívolo. Guardar los sentimientos del recuerdo rígido y casi anecdótico de una foto de grupo me parece mucho más noble. Los recuerdos aleatorios son más preciosos que las poses que exige un fotógrafo.




Desde entonces no había vuelto a la universidad, ahora casi desierta. La vista vacía y despejada de la facultad desde la entrada oeste tiene su qué poético al principio, con el olor del encerado del suelo (en la facultad tienen esa manía, no paran de encerar el suelo...luego hay telarañas por todas partes y todo se cae, pero eso sí, el suelo que brille y resbale) y un silencio poco inusitado, a no ser por el zumbido constante de las máquinas de snacks.

Cuando llevas recorrida media facultad y todavía no has visto a nadie, el rollito literario se transforma en una especie de ventana pop-up de estas que te sale en el ordenador, que, con el dedo alzado te dice: oye, mira, esto es como la película aquella de Tesis...si al menos hubiera algún Noriega correteando por ahí, pero nada, chicas...y chicos.

El servicio de copistería...cerrado. Me hubiera gustado ver a la de las fotocopias, y escuchar sus conversaciones con la compañera:

-Porque el muy caraculo me dijo..ui es que no puedo quedar...mira, le dije: oye tío, que si era sólo un polvo, quiero decir, que ya lo pillo...a ver si te piensas que me quiero casar contigo o algo, ¿¿sabes?? El tío...

-Pero que morro tiene el pavo...con todo el rollo ese que se llevaba...

-Mira, que se vaya con su madre...yo me quedo aquí con mi Duque – y le da unos golpecitos a una de las diez fotografías que tiene colgadas de él, en toda variedad de posturas: de niño malo, del rollo ejecutivo, con camiseta, sin camiseta, en calzoncillos...

Una vez que te ha hecho las fotocopias te dice: -Anda, échale el centimillo ese a los chuchos (hay una caja donde recaudan fondos para una perrera).

A la altura de las máquinas te viene un aromilla así floral, un poco cursilón, de la sala donde tienen los carros de la limpeza. Luego te llega el golpe de tufo a mierda. Es un mal crónico de los lavabos de esa parte del pasillo.

La conciencia te tiembla un poquillo cuando pasas por delante del bar, ahora cerrado y a oscuras. No quiero escribir que pasa en esos momentos por tu cabeza, porque tendría que recordarlos y la verdad, me da una gran pereza ponerme sensiblona ahora.

Por fin, en el hall, te cruzas con algun antiguo profesor que huye de su despacho. Aletargado por el terrible calor de la facultad-invernadero, se arrastra hasta la máquina de café. Te reconocen, pero en su mirada se mezclan muchos nombres. ¿Se llamaba Patrícia, Sara, María, Marta?

A medida que subes las escaleras hasta la segunda planta el calor se hace más intenso. Algún listo tuvo la brillante idea de reciclar un diseño nórdico (techos de vidrio) y usarlo en pleno mediterráneo. Resultado: efecto invernadero en verano (el edificio se recalienta), goteras en otoño y primavera (cuando llueve con fuerza parece que se te va a caer el techo encima...una vez, en realidad, se desplomó...a veces las gotas provocan tanto ruido que no se oye casi nada) y frío en invierno (gastazo de calefacción que pagamos todos los contribuyentes).

Cojo un tiquet y espero a que indiquen mi turno en la pantalla (rollo carnicería). Sólo he visto una decena de personas en todo el rato que llevo allí, pero una de ellas es un compañero de clase. Me explica sus planes de cara al año que viene: acabar unas pocas asignaturas y seguir en el rollo local.

Suena un pitido y entro en la sala. Me atiende un chico joven, todavía tiene algo de acné. Encima de su mesa hay un expediente. Cogida con un clip, una foto de carnet. Una cara un poco juguetona sonríe en la foto. Conozco esa mirada de no haber roto nunca un plato. Disimuladamente, y mientras le digo mi DNI al chico para que busque mi expediente, miro el documento. No me hace falta mirar el nombre, pero sigo leyendo. Reconozco los apellidos y la dirección. Era de noche, pero esas cosas tan tontas como las calles siempre se me quedan. Sonrío como una madre magnánima que perdona una travesura...¡vaya personaje!

El chico me extiende un papel bastante simplón pero de gran trascendencia:


Ana Ripoll Aracil, com a Rectora de la Universitat Autònoma de Barcelona.

Certifico que la Sra (¿esa soy yo?) bla bla bla bla bla

Nascuda en bla bla bla nacionalitat bla bla, DNI bla bla bla ha superat en aquesta Universitat, amb data de bla bla els estudis corresponents al títol universitari de Llicenciada bla bla bla.


Miro al chico con decepción.

¿Y esto es todo? Con lo que me ha costao...

No. Ahora te debe “costar”. Mientras me estirpan 170 euros (¡por un diploma con el nombre del rey! Pero si yo soy republicana...) de mi temblorosa targeta de crédito, miro el papelito, que yace al lado del expediente con la foto.

“Y así, acaba todo, con esta compañía...que ironía, que mala leche...hum!”

La foto me sigue mirando. Le echaremos la culpa a su díscolo signo.


Bajo de nuevo las escaleras Justo después de las vidrieras, me viene a la mente el último día de clase en que me tropecé con una mariposa. Casi la piso. Era de color marrón, muy bonita, y revoloteaba por el suelo, chocándose contra el vidrio. Parecía que no podía volar. Sin muchas esperanzas de que consiguiera alzar el vuelo, la conseguí atrapar, de una manera tan fácil que me pareció que se dejaba.

Pasé por delante de mis compañeros, que seguían enfrascados en su propio thriller paranoico y bajé las escaleras hasta el exterior. ¿Cómo haría para que viviera? ¿Y si no podía volar? ¿Y si le había hecho daño al cogerla? Abrí la mano, pero seguía allí. La empujé un poco con el dedo y desplegó las alas. La seguí con la mirada hasta que mi miopía me lo permitió.


Cuando el jueves bajaba por el bosquecito hasta la escuela de postgrado a embarcarme en mi próxima aventura académica, otra mariposa se cruzó en mi camino. Se chocó con mi pelo unas pocas veces. Ésta no era marrón, sino blanca, y siguió su camino alegremente entre los árboles.



Para pasar una buena noche: Nebraska (1982) - Bruce Springsteen.


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